Autor: Fernando Aramburu
Desde
hace un tiempo prefiero leer relatos cortos; sin embargo, ante el éxito de este
título, he decidido afrontarlo sin dejarme amedrentar por lo extenso de la
novela. Y ha sido un acierto. La lectura es rápida, ágil e intensa. Yo, en mi
ignorancia sobre el autor, pensé que quizá fuera alguien sin mucho oficio
literario que aprovechaba el parón en la actividad etarra para sacar un
librillo al mercado. Pero, ¡gran sorpresa!, resultó que no era ningún
advenedizo, sino un escritor bregado en estas lides con numerosos premios. Y,
por tanto, de escritura brillante.
Nos
cuenta la historia de ficción de dos familias que fueron inseparables hasta que
la irrupción de la violencia sembró el odio y la muerte. Dos mujeres son amigas
íntimas desde su juventud, viven en el mismo pueblo y sus vidas transcurren
paralelas y ajenas al terrorismo que ya afligía su tierra. Sin embargo, todo
cambia cuando el hijo de una de ellas ingresa en la ETA y después el marido de
la otra es asesinado por esta banda en su mismo pueblo tras haber sufrido el
aislamiento social y ser acusado de chivato. Su viuda, desde ese momento,
sospecha que el asesino es el hijo de su amiga. Y esta duda no se resuelve
hasta el final del libro. Cada personaje cuenta la historia como la vive, y
resulta revelador el enfoque de aquellos que se sitúan en el lado violento. De
nuevo vemos que el pensamiento es lo que mueve el mundo. Todos creen que actúan
cargados de razón aun cuando esta actuación sea el asesinato. Es inevitable
evocar la teoría de Hannah Arendt sobre la banalidad del mal que sostiene que
no es necesario ser un gran malvado o un loco para cometer grandes crueldades, sólo se
requiere perder la noción de la dignidad humana y limitarse a obedecer
instrucciones burocráticas de una organización. Y creo que esto, junto con la
calidad literaria, es lo más subyugante del libro.
Para
quienes por razón de edad hemos vivido y sobrevivido al terror etarra, esta
novela es imprescindible. Y para quienes, por demasiado jóvenes, ni sospechan
lo terribles que fueron esos años, es aún más necesaria. A menudo el tiempo
suaviza los acontecimientos y no podemos tolerar que el olvido, que de suyo
tiende a la indulgencia, sepulte de nuevo a aquellos que murieron o sufrieron
de cualquier modo tanta ignominia.
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