Autor: Mark Twain
Mark
Twain es considerado por muchos como el padre de la literatura americana, fue
aventurero, viajero, soldado confederado e incluso piloto en los evocadores
barcos del Misisipi donde adopta su pseudónimo de la voz “Marca dos brazas”, la
profundidad mínima para navegar. Sarcástico, divertido y magnífico escritor,
publica Los diarios de Adán y Eva al
final de su vida como homenaje a su mujer, Olivia, cuando falleció. Hay que
suponer que presentía próximo su propio óbito ya que estaba convencido de que, puesto
que nació con el paso del cometa Halley, moriría cuando este pasara de nuevo.
Cosa que, de hecho, sucedió. Curiosidades de los escritores, a menudos
excéntricos y rodeados de misterio.
Esta
pequeña obrita, condensa en muy pocas páginas un retrato magistral de hombres y
mujeres. Cómo ve el mundo cada uno y cómo piensa que el otro lo ve que, por
supuesto, no es la presunción cierta. Ninguno de los dos entiende al otro. Se
muestran incapaces de hacerlo. Aunque lo intentan. Lo cual es más de lo que
suele suceder en la vida diaria. Toda la narración es brillante y
divertidísima. No se puede decir más con menos palabras. Cualquier hombre o
mujer se encuentra perfectamente reconocible en Adán y en Eva. Pero, después de
tanto desencuentro, por encima de todo, prevalece el amor profundo, que no
depende solamente de las virtudes del otro, sino que es capaz de eludir sus
defectos. Lo que culmina en el epitafio insuperable que Adán coloca en la tumba
de Eva: “Allí donde estaba ella, estaba el Paraíso”
Bajo la
apariencia de una comedia de situación, casi un sainete, nos regala reflexiones certeras y profundas
sobre las eternas diferencias entre hombres y mujeres. A pesar de los cien años
transcurridos, los más determinantes para la igualdad, no se aprecian muchas
novedades, y lo que es peor, tampoco se atisban…De modo que, sin descuidar la
infalible técnica de poner límites a los abusos del otro, que siempre llega
hasta donde le permitimos, quizá lo más inteligente y eficaz sea el humor. Nunca, nunca, tomarnos demasiado en serio a nosotras mismas
y valorar que, si bien el buen Dios ha dispuesto una evidente incomprensión con
los varones, nos ha compensado con el poder sanador de nuestras amigas.
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