Autora: María Goodin
La
infancia de Meg está entretejida con las mentiras fantasiosas que su madre,
Val, ha ido relatándole: es tan dulce que los deditos de sus pies sustituyen al
azúcar en el té, la tarta de menta que hornea su madre confiere tal fuerza que
una vez los municipales le pusieron una multa por exceso de velocidad en su
gateo, en otra ocasión las cebollas que pelaron se hicieron llorar unas a otras
y produjeron una inundación... Relatos bellos y tiernos que Meg creía ciegamente,
con la confianza propia de los niños en las palabras de sus padres. Sin
embargo, al alcanzar los ocho años de edad, y experimentar cómo se reían de ella sus amigos
ante lo imposible de sus relatos familiares, se siente engañada y se distancia
de su madre. Pocos años después, cuando Val enferma de cáncer y está muy
próxima a morir, Meg vuelve para cuidarla. Su máximo deseo es conocer la verdad
de su vida y alberga la esperanza de que ella se la cuente. Inútil anhelo; la
locura materna lo impide. Val siempre vivió en su propia realidad. Aun así,
investiga y busca hasta que halla las respuestas.
Como
sucede a menudo, lo que averigua no es lo que esperaba. Todos sus recuerdos
están formados por medias verdades. El dolor y el asombro dan paso a una comprensión
amorosa hacia su madre agonizante que transforma la novela en un relato de gran
ternura.
Comprobamos
que incluso en las circunstancias más adversas, como las que envuelven la vida
de Val, siempre es posible hacer el bien, y que este cae en cascada mucho más
lejos de lo que imaginamos.
Un libro precioso,
que comienza como una excentricidad, pero que deviene en una historia repleta
de sentimientos profundos que aconsejan disponer de un pañuelo cercano.
Me quedo con
la maravillosa frase, quizá la más bonita de todo el libro, que compendia la
relación entre ambas: «Yo soy todo lo que me has enseñado alguna vez, incluso
cuando creías que no te estaba escuchando». Y yo añado: así es la huella de las
madres en nuestra alma.
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